La celebración del Día de Muertos tiene un carácter íntimo; las familias recuerdan a los seres queridos y les dedican altares con alimentos y bebidas de su gusto. También se elaboran ofrendas a personajes que han tenido trascendencia en la vida de la comunidad. El 5 de septiembre de 2019 falleció el artista Francisco Toledo; el altar de la imagen se colocó en su honor en noviembre de ese año.
La rápida expansión de los cempasúchil en el mundo, dicen los expertos, se debió a que al momento de la conquista ya era una planta de ornato, peculiar, atractiva y domesticada. El proceso de selección ha continuado para obtener colores más intensos, incluso los genetistas modernos crearon variedades sin el barroco aroma a cempasúchil.
En la actualidad, los elementos más visibles en la celebración del Día de Muertos son la elaboración de alimentos, la visita a los cementerios y la realización de ofrendas domésticas (flores, velas, copal, bebidas, alimentos) mediante altares familiares.
Los españoles utilizaron diversos elementos de las festividades prehispánicas para atraer a sus nuevos súbditos a las celebraciones cristianas como en el Día de Todos los Santos, del 1 de noviembre: uno de estos fue el cempasúchil en lugar de ornamentos europeos.
Los primeros frailes que escribieron sobre el cempasúchil fueron Bernardino de Sahagún y Diego Durán. Describieron que se usaba en la fiesta de los pequeños difuntos y también en la de Cihuacóatl, recolectora de almas y protectora de las mujeres que mueren al dar a luz.
En México la muerte huele a cempasúchil. Es un olor que inunda campos, aromatiza panteones y anuncia en los altares la fiesta de bienvenida a los difuntos. Sin embargo, en la historia reciente de esta flor hay un lado oscuro, de congoja, pues a finales del siglo XX se trasladó a China la milenaria experiencia de los campesinos mexicanos en su domesticación y cultivo, hoy parte del patrimonio biocultural de la nación.
Las civilizaciones mesoamericanas dieron nombre y forma a las grandes fuerzas de la naturaleza, pero fueron los nativos de las Antillas quienes nombraron como huracán a este tipo de tormentas.
Las eficaces labores de prevención, muchas veces poco conocidas y escondidas entres los archivos, también son valiosas para revelar el conocimiento científico y la profesionalidad de quienes dirigen las estaciones metereológicas, como fue el caso de Pablo Vázquez Schiaffino, quien desde Mazatlán registró el antes y después de este destructivo huracán.
Janet marcó la memoria de Chetumal y sus habitantes. Más de medio siglo después, sigue siendo el huracán más significativo en la historia de la ciudad y en torno a él se han tejido relatos y canciones, así como erigido monumentos conmemorativos.
Aunque el río Santa Catarina está seco durante casi todo el año, cuando llega un huracán recoge el agua de los cañones de la Sierra Madre, y entonces corre en un descenso violento a través de la ciudad. Si la mayor precipitación de lluvia es de 100 mm en septiembre, en 1988 Gilberto dejó caer 400 mm durante veintiocho horas. El saldo fue de entre 250 y 300 personas fallecidas, según diversos medios.
El desastre ocurrió por el desdén al riesgo natural y a los saberes indígenas, por lo que no se pudo enfrentar un huracán de esta proporción en el lugar donde se fundó la ciudad. Todo se perdió en San Juan de Ulúa; apenas quedó huella de que había sido un puerto. Veracruz acabó en un estado tan deplorable que se volvió inhabitable por largo tiempo.
Los ciclones tropicales son fenómenos naturales, pero los desastres que provocan no lo son: la vulnerabilidad de la población es una construcción histórica y los estudios sociales sobre ellos enriquecen las posibilidades de enfrentarlos.