Pancho Villa y dos cantinas a la orilla

Primera parte

Ricardo Lugo-Viñas

Chihuahua, 8 de septiembre de 1910. El agobiante bochorno adormilaba la ciudad. Era mediodía. A paso lento, un solitario jinete entró al poblado. Su caballo avanzaba con algo de elegancia, balanceando levemente el hocico humeante, acompasado, evitando el sofoco. El jinete sin sombra, que en apariencia deambulaba sin rumbo, conocía perfectamente su destino. Giró para tomar la calle 22.

El caballo se detuvo en la esquina de la avenida Zarco. El jinete se apeó, bajó las riendas, se echó el sombrero hacia atrás y guio al caballo por la brida hasta atarlo a un poste cercano. Miró a su alrededor. Silencio. El viento sibilante levantaba insípidos terregales. A unos cuantos metros, un destartalado negocio de helados parecía estar abierto. El jinete se encaminó hacia él con el mismo sosiego que su bestia. Compró un cono de cremoso y derretido helado rosa. Luego, se apostó debajo de la mísera sombra del muro de una casa. Vigilante, se llevó la mano derecha al revólver Colt 45 que colgaba de su cinto, comprobó la recámara y retornó el arma a su funda. Lamió con templanza el helado y, tranquilo, se dispuso a esperar.

Adentro, en la cantina Las Quince Leguas, el clima era un poco más benigno. El sotol y la cerveza tibia corrían a raudales. Entre la espesa y caliente atmósfera de humo de tabaco y alcohol, todo mundo parecía estar en brama. Los eufóricos parroquianos de cuerpos sudados chocaban o elevan sus cristales a la menor provocación, en señal de ¡salud! En la mesa del rincón, el policía Claro Reza se embriagaba, insolente, sin siquiera imaginar que delante de él se erguía el que sería su último trago. Al poco rato, alguien se acercó a Reza y le murmuró algo al oído. El beodo policía se levantó y, trastabillante, caminó hasta la salida de la cantina.

Al doblar las puertas batientes del tugurio, el blanquísimo sol del exterior lo encegueció. Reza se hizo sombra con la mano y recuperó brevemente la vista. Entonces, entre la claridad de la borrachera y el destellante sol, alcanzó a distinguir la silueta de alguien que, quizá, le era conocido: de estatura regular, grueso cuerpo, algo blanco, de ojos grandes y prominente bigote… empuñaba con la mano izquierda el cono de un helado.

—¡Compadre! –gritó el misterioso jinete que aguardaba en la acera de enfrente–. Confundido, Reza atendió el grito y entrecerró los ojos para afinar la mirada. En ese momento, el jinete tiró al suelo lo que le restaba de helado y, certidumbre en mano, sacó el revólver de su funda. Al instante y sin piedad, vació toda la carga en el cuerpo de aquel inofensivo briago de cantina. Claro Reza cayó al instante, cocido a tiros. Seis hilos de tibia sangre adelgazada por el alcohol surcaron lenta y erráticamente aquella polvosa calle del centro de Chihuahua.

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