Noticia biográfica de Ignacio Manuel Altamirano

Luis González Obregón (1865-1938)

Erudito y radical, Altamirano, como otros ilustres protagonistas de la Reforma, fue un hombre de letras y de armas. Es, quizá, el de mayor relieve de la generación de liberales del siglo XIX: abogado, cronista, diputado, periodista de combate, poeta y diplomático. Además, también cargó con pistola al cinto en la revolución contra Santa Anna y luego ante la invasión francesa.

I
Nació en un humilde pueblo –Tixtla, hoy ciudad de Guerrero– el 12 de diciembre de 1834. Sus padres, Francisco Altamirano y Gertrudis Basilio, indígenas de pura sangre, oscuros y pobres, llevaban postizo el apellido legado por un español que bautizó a uno de sus ascendientes.

Altamirano hasta la edad de catorce años fue el tipo de los hijos de nuestros indígenas, que no tienen más patrimonio que una milpa y unos asnos, una choza y una poca de voluntad para el trabajo. Altamirano vivió así, humilde, casi salvaje, sin saber el idioma español, sin más ocupaciones que apedrear a los pájaros en los bosques, y emprender descomunales combates infantiles con los muchachos vagabundos de los barrios de su pueblo.

Por fin entró a una escuela.

Su padre fue nombrado alcalde, y el maestro del pueblo, queriendo sin duda complacerlo, le felicitó con entusiasmo por la acertada elección. El buen alcalde, sin ofuscarse por las adulaciones, sin ensordecerse con los pífanos y chirimías que entonces fueron a tocar a su casa, no se olvidó de su hijo, lo recomendó al maestro, y éste le protestó que al día siguiente Ignacio figuraría entre los seres de razón.

Fue el primer paso. Pronto una benéfica ley del Estado de México llamó a los jóvenes indios más aplicados de los municipios, previo examen, a recibir la instrucción en el Instituto Literario de Toluca. Altamirano sobresalió entre sus condiscípulos en la prueba, por su instrucción y talento, y después de dar el adiós a sus padres, se trasladó a Toluca en el año de 1849. En el Instituto cursó español, latinidad, francés y filosofía, obteniendo las primeras calificaciones y los primeros premios. Fue además agraciado con el empleo de bibliotecario del establecimiento y ahí fue donde nutrió su espíritu de saber y erudición. Todos aquellos libros que encerraba la biblioteca fueron leídos y estudiados con avidez por Altamirano, en sus ratos de solaz y en las noches enteras que robaba al sueño. En el Instituto conoció a don Ignacio Ramírez, que un día le llamó a la clase de literatura, sorprendido de que, en su afán de escucharle, Altamirano se sentaba humilde en la puerta que daba entrada a la cátedra. En el mismo Instituto, hábilmente dirigido entonces por el Lic. don Felipe Sánchez Solís, Altamirano escribió sus primeras producciones en prosa, sus primeros versos y unos artículos satíricos. Altamirano abandonó por fin aquel plantel, donde el estudio había amamantado su espíritu. Pobre, desvalido, sin amparo, se refugió en un colegio particular que tenía en Toluca en esa época don Miguel Domínguez, donde a cambio de la clase de francés que daba a los alumnos, le proporcionaban alimento y un techo hospitalario.

Empero, el carácter de Altamirano buscó nuevos horizontes. Dejó la escuela humilde del benéfico Domínguez y se lanzó a una vida peregrina y de aventuras, llena de peripecias y de vicisitudes, en que hoy enseñaba en un pueblo las primeras letras y mañana con su mente juvenil y soñadora se embebía en los dulces ensueños del primer amor.

Entonces fue cuando Altamirano pensó en ser dramaturgo; entonces fue cuando en un teatro de provincia, y con una compañía muy humilde, puso a la escena su drama histórico Morelos en Cuautla, que como remordimiento literario guardaba en su biblioteca, pero que fue un pecado manuscrito que no absolverían las bellas letras. ¡Caso curioso y singular! Cuando se representó esa pieza la única y primera vez, el público entusiasmado y seducido, pidió a gritos el nombre del autor, y éste, confuso y avergonzado, salió de la concha del apuntador para recibir los lauros de aquella ovación sincera y espontánea. Altamirano era el consueta [apuntador] de la pobre compañía.

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