El Primer Jefe

Alejandro Rosas

En este certero y apretado ensayo, Alejandro Rosas nos regala unas líneas y nos brinda, con la magia del claroscuro, la imagen de Venustiano Carranza. No se trata de un texto para destruir el mito, ni para tomarle el pulso a la historia lejos del fragor de la batalla –militar y política–. En todo caso es un esfuerzo bien logrado, donde el personaje se nos revela hasta sus últimas consecuencias, teniendo presente que, aún en las circunstancias más adversas, seguiría siendo el Primer Jefe.

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Era literalmente el "Primer Jefe". Su autodenominación –avalada por otros revolucionarios– mostraba su infinita soberbia pero se apoyaba indudablemente en la razón de quien sabe ejercer el poder y hacer respetar la autoridad. Hombre formado bajo las reglas autoritarias y antidemocráticas del Porfiriato e inspirado en un liberalismo muy a la mexicana, Venustiano Carranza espero hasta el último momento antes de incorporarse a la revolución de 1910.

Por su vasta experiencia política, Madero –por quien nunca sintió aprecio– lo nombró secretario de Guerra y Marinaen su gabinete provisional. Criticó los arreglos de paz aceptados por don Francisco; vio en los Tratados de Ciudad Juárez la futura derrota del movimiento armado: "Revolución que transa, revolución que se suicida" fue su única expresión.

El asesinato de Madero en 1913 le dio la razón. Sin que nadie pudiera hacerle sombra, desde la gubernatura de Coahula desconoció a Huerta y se levantó en armas enarbolando el Plan de Guadalupe. Su intención era clara: restaurar el orden constitucional roto con el golpe de Estado y, de paso, ocupar la presidencia de la República. 

Don Venustiano se veía a sí mismo como un nuevo Juárez. Pensaba, actuaba y ejercía el poder como el propio don Benito. Frente a sus amigos se mostraba frío e impasible; frente a sus enemigos, implacable. Lo movía la historia. El sentido de sus decisiones sólo tenía lógica a la luz de su profundo conocimiento del pasado. Una de las medidas adoptadas por el Primer Jefe fue poner en vigor la añeja ley del 25 de enero de 1862, con la cual, en 1867, fueron juzgados Maximiliano, Miramón y Mejía, y todos aquellos que hubiesen prestado servicios a la intervención francesa y al imperio de Maximiliano. En 1913, Carranza la utilizó para combatir a los enemigos de la revolución.

Ante propios y extraños se mostraba impenetrable, sereno, calculador, serio, "tan autócrata en la charla como en todo lo demás". Sólo un hombre con su carácter y su visión pudo manejar egos y temperamentos como el de Álvaro Obregón y Francisco Villa. Reunir a su alrededor a revolucionarios tan diferentes como Pablo González y Lucio Blanco, o ganarse la confianza de intelectuales como Isidro Fabela y Luis Cabrera. Con excepción de Zapata, cuya única bandera era su Plan de Ayala, Carranza logró mantener bajo su jefatura la unidad revolucionaria durante un año y medio, tiempo suficiente para acabar con Victoriano Huerta.

"Entra a ser el personaje principal de un gran drama –escribió Ramón Puente–, a volverse reformador, conductor de fuerzas ciegas, y moderador de ambiciones; penetra a un crisol que derrite y que funde, a una tempestad que aniquila hasta exterminar a sus propios hijos. Conforme crece el aquilón se le mira más animoso, a medida que se complica el drama, su audacia va hasta quemarse las alas, con la conciencia que aquella aventura 'le costará la vida'".

A la hora del triunfo Carranza no vaciló, como lo hizo Madero. La rendición del gobierno huertista fue incondicional y no tuvo empacho en ordenar la disolución del ejército federal. De acuerdo con el Plan de Guadalupe, debía asumir la presidencia de la República y convocar a nuevas elecciones, pero al interior del Ejército Constitucionalista se anunciaba la crisis: diferencias entre Carranza y Villa apuntaban hacia un enfrentamiento irremediable.

La Soberana Convención Revolucionaria –último intento por evitar la guerra– desconoció a Carranza como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista. Don Venustiano ni se inmutó: sabía de antemano cuál sería la resolución. Sin reconocer tampoco al gobierno surgido de la Convención, Carranza se vio nuevamente en Benito Juárez. Siguiendo los dictados de la historia, abandonó la Ciudad de México y estableció su gobierno en Veracruz, desde ahí pretendía, al igual que don Benito, iniciar la gran reforma del Estado. "Vengo a esta tierra hospitalaria –expresó–, que sirvió de baluarte a Juárez y en donde hizo los cimientos de la Reforma, a buscar abrigo para formular los principios que sirvan de fundamento a las nuevas instituciones que harán grande, poderosa y feliz a la Nación mexicana".

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