Magnicidio: el asesinato de Venustiano Carranza

Crisis en el gobierno: el régimen carrancista se desmorona

Javier Villarreal Lozano

 

Dueño de un agudo sentido de la oportunidad –timming, le llaman los anglófonos–, Venustiano Carranza hizo una mala lectura de la situación en 1919. Se entercó en concretar la idea expuesta por Francisco I. Madero y retomada por él: acabar de una vez por todas con el militarismo. El ascenso al poder del militar triunfador en turno había convertido casi un siglo de la historia de México en desesperante repetición de alzamientos, planes revolucionarios, cuartelazos y golpes de Estado. La única forma de romper ese círculo vicioso, estaba convencido, era abrir las puertas del despacho presidencial a un civil.

 

 

“No debemos elegir un militar sino un civil, y este ha de ser un hombre de amplia cultura, de amplia preparación”, insistía don Venustiano, según relata Andrés Osuna en su libro Por la escuela y por la patria. Incluso Álvaro Obregón se mostraba cínicamente de acuerdo con el diagnóstico de los males que aquejaban a la nación: “Los tres enemigos principales de México son: el militarismo, el clericalismo y el capitalismo. Nosotros podemos liberar al país de los dos últimos; pero, ¿quién lo liberará de nosotros?”.

 

El proyecto era el correcto; las condiciones, desfavorables. Los galones obtenidospor decenas de generales en campos de batalla aún conservaban el brillo, y quienes los lucían se mostraban ansiosos por hacerlos valer. Una larga fila de impacientes militares aguardaba el momento de cobrar la factura de su todavía reciente contribución al triunfo del movimiento armado.

 

En campaña

 

Obregón, cuya ambigüedad en la entrevista con Pancho Villa y durante la Convención de Aguascalientes en 1914 reveló la inconsistencia de su lealtad al Primer Jefe de la revolución constitucionalista, dio el primer paso hacia el rompimiento: renunció a la Secretaría de Guerra el 30 de abril de 1917. Volvió a su natal Sonora para dedicarse a la agricultura, según dijo. Y lo hizo, pero al mismo tiempo que cosechaba garbanzos abonaba el terreno de su futuro asalto al poder.

 

Desde principios de 1919, la efervescencia provocada por la relativa cercanía de las elecciones a celebrarse el siguiente año aconsejó a Carranza poner un dique a las ambiciones que amenazaban desbordarse. Fue inútil. El 1 de julio, Obregón le informó en un telegrama que estaba haciendo pública su candidatura, anuncio que aderezó con fuertes críticas al régimen. Era, en esencia, la declaración de guerra política al carrancismo.

 

Con el afán de cerrarle el paso, don Venustiano se dio a la tarea de buscar un candidato sonorense, aplicando el viejo dicho mexicano según el cual “pa’ los toros del Jaral, los caballos de allá mesmo”. Sin embargo, la caballada sonorense no estaba interesada en competir contra su paisano y resultaron inútiles los intentos de convencer al gobernador de ese estado, Adolfo de la Huerta. Después de barajar nombres y cambiar impresiones con jefes militares, Carranza se inclinó por el ingeniero Ignacio Bonillas. Pésima decisión, pues, como apunta el historiador John W. F. Dulles, “pocos en México tenían el renombre de Obregón, y Bonillas, embajador mexicano en los Estados Unidos, ciertamente no podía ser contado entre ellos”.

 

En efecto, el vencedor de Pancho Villa gozaba de gran popularidad, a la que sumaba simpatía personal y un ácido sentido del humor. Poseía carisma, diríamos ahora. El ingeniero Bonillas, eficiente y honesto funcionario, era una figura apagada y, encima, un desconocido. Obregón lo retrató cruelmente en una plática con el escritor español Vicente Blasco Ibáñez: “Una excelente persona mi paisano Bonillas. Hombre serio, probo y laborioso. El mundo ha perdido un magnífico tenedor de libros… Si llego a ser presidente de la República, le ofreceré la gerencia de un banco”.

 

El “destape” de Obregón no fue la única sorpresa desagradable para Carranza en esos días. Uno de los primeros hombres en unirse a la revolución constitucionalista en 1913, Pablo González, también le dio la espalda. Se negó a brindar apoyo a Bonillas, autonombrándose candidato a la presidencia. González, nacido en Nuevo León, antes de unirse al constitucionalismo vivía en una pequeña comunidad coahuilense donde funcionaba un molino de trigo; era casi vecino de don Venustiano, pues distaba a solo unos cuantos kilómetros de Cuatro Ciénegas, tierra de los Carranza. Aunque su capacidad como estratega militar ha sido puesta en duda, las fuerzas bajo su mando en 1919 no eran nada despreciables: controlaba alrededor de 20 000 efectivos destacados en Puebla, Tlaxcala, Morelos, Oaxaca y Veracruz. Por ello, Carranza llegó a temer que la competencia de Obregón y González pudiera desatar una nueva guerra civil. No ocurrió. El nuevoleonés y el sonorense se limitaron a defender sus respectivas posiciones en escaramuzas verbales, utilizando como proyectiles cartas publicadas en periódicos.

 

Poco después de la defección de González se agregó otra, la del secretario de Industria y Comercio, Plutarco Elías Calles, quien renunció con una frase de resonancias ferrocarrileras: “No puedo enganchar mi furgón al tren del señor Carranza”. Quizá la más dolorosa deserción fue la del general Jacinto B. Treviño, primer firmante del Plan de Guadalupe; lo abandonó para apoyar la candidatura de Pablo González.

 

Mientras el obregonismo sumaba adeptos –Luis N. Morones, líder sindical; Felipe Carrillo Puerto, del Partido Socialista de Yucatán, y los generales Benjamín Hill, Roque Estrada, Francisco R. Serrano, Amado Aguirre Santiago y decenas más–, Ignacio Bonillas se desdibujaba. La voz popular hacía burla de él llamándole “Flor de té”, por la letra de una canción entonces en boga que hablaba de una pastorcita de la que se ignoraba “dónde nació y cuáles fueron sus padres”. Resultaron inútiles las cuantiosas inyecciones de dinero oficial a su campaña. Años después, el general Pablo González haría referencia al “derroche escandaloso de los fondos públicos, a pretexto de engalanar las ciudades y los pueblos de tránsito para que el candidato oficial, al pasar la frontera de los Estados Unidos con nuestro país, se sintiera halagado por el pueblo (?) y pudiera posesionarse del tristísimo papel que estaba llamado a desempeñar”.

 

¿Pretextos o agravios?

 

Abandonado por sus antiguos amigos, la suerte del Varón de Cuatro Ciénegas pendía de una candidatura en picada. La situación se tornó inmanejable y las cosas empeoraron por la actitud desafiante del gobierno sonorense, que argumentaba sentirse agraviado por varias decisiones del gobierno federal. “El litigio por la jurisdicción de las aguas del río Sonora vigente desde agosto de 1919 –apunta Héctor Aguilar Camín–, había desencadenado el franco repudio de los poderes locales hacia las decisiones del centro”. Además, “las aduanas habían recibido órdenes de trasladar sus fondos a los Estados Unidos; de un pedido de 170 000 pesos hecho por las oficinas locales del timbre, habían sido enviados solo 17 000”. Encima, la federación violó la promesa de pagar la organización de nuevos cuerpos rurales. La tensión aumentó hasta llegar al rompimiento: el gobierno del estado desconoció a Carranza como presidente.

 

Las diferencias con las autoridades sonorenses desembocaron en el previsible alzamiento armado. Después de renunciar a la Secretaría de Industria y Comercio, desde su pueblo natal, el 23 de abril de 1920 Plutarco Elías Calles hizo el llamado a la revuelta. El Plan de Agua Prieta retomaba el desconocimiento de Carranza hecho por el gobierno estatal, pero ahora lo hacía con las armas en la mano. También declaraba nulas las recientes elecciones de gobernador en varios estados.

 

Casi de inmediato, el plan alebrestó al país. Hizo aflorar descontentos por la actuación del régimen. El radicalismo del discurso de Obregón y de sus principales seguidores contrastaba con el moderado reformismo del presidente del país. Esta pudiera ser una de las explicaciones de la desbandada de generales y líderes sociales que en cuestión de días cambiaron la chaqueta del carrancismo por la del obregonismo.

 

Huida en ferrocarril

 

Cuando Calles lanzó el Plan de Agua Prieta, Obregón se encontraba en Ciudad de México. En un acto de audacia a los que era tan afecto, se presentó para someterse a una investigación sobre su presunta participación en el abortado alzamiento encabezado por el general Roberto Cejudo tiempo antes. Durante su estancia en la capital, Álvaro Obregón fue objeto de estrecha vigilancia policiaca. Acompañado de los generales Benjamín Hill y los licenciados Rafael Zubarán Capmany y Miguel Alessio Robles, el 11 de abril de 1920 acudió al Salón de Consejos de Guerra de la prisión de Santiago Tlatelolco a enfrentar los cargos. Recibido con vítores y aplausos por un pelotón de soldados yaquis, volvió la comparecencia un entusiasta mitin político, por lo que el presidente del consejo decidió suspender la audiencia y posponerla un día.

 

Al regresar a la casa de Miguel Alessio Robles, donde se hospedaba, Obregón recibió telegramas cifrados con la noticia del rompimiento entre el gobierno de Sonora y Carranza. Los futuros aguaprietistas lo colocaban en una situación peligrosísima. La noche del 11 de abril salió en automóvil. Lo acompañaban Zubarán y Alessio Robles. De inmediato, el vehículo fue seguido por cuatro o cinco motocicletas. Cuando pasaban por un jardín público, Obregón cambió su sombrero de carrete por el de Zubarán y aprovechando la oscuridad saltó del auto. Subió entonces a un Ford que lo esperaba. Con la ayuda de dos ferrocarrileros, disfrazado como trabajador del riel, linterna en mano y un holgado abrigo para disimular la falta del brazo derecho, abordó un vagón del tren que partía de la estación de Buenavista a Iguala, Guerrero. Escapó apenas a tiempo, pues ya se habían girado órdenes de apresarlo. En este último estado lo acogió el general coahuilense Fortunato Maycotte. Años después, cuando la rebelión delahuertista, Maycotte murió fusilado por órdenes de Obregón, hombre de memoria corta a la hora de mostrar agradecimiento. A salvo en Chilpancingo, el Plan de Agua Prieta reclutó al caudillo que lo conduciría al triunfo.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Crisis en el gobierno: el régimen carrancista se desmorona" del autor Javier Villarreal Lozano, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 109