La sorpresiva irrupción de los insurgentes y la incapacidad del virrey Francisco Javier Venegas para frenar su avance (1810-1813)

Gobernar en tiempos de guerra: los virreyes de Nueva España que enfrentaron la insurrección

Jaime Olveda Legaspi

Francisco Javier Venegas inició su carrera militar al despuntar el siglo XIX, durante la resistencia española a la invasión napoleónica; participó en la batalla de Bailén (19 de julio de 1808) y fue derrotado por los franceses en la de Uclés (13 de enero de 1809). A principios de 1810 fue nombrado gobernador de Cádiz, donde se encontraba la sede del gobierno español que resistía a la ocupación francesa. Poco después fue nombrado virrey novohispano. A su regreso a España fue recompensado por Fernando VII por sus servicios, concediéndole los títulos de marqués de la Reunión y de la Nueva España.

 

El Consejo de Regencia establecido en Cádiz en 1810 lo nombró virrey de la Nueva España cuando el imperio español comenzó a desmoronarse a raíz de la invasión napoleónica, mientras en América los criollos aprovecharon esta coyuntura para reclamar con mayor firmeza el derecho que tenían de gobernar la tierra donde habían nacido.

Su misión principal consistió en restablecer el orden institucional, interrumpido desde que en 1808 los españoles de la capital novohispana habían destituido al virrey José de Iturrigaray por haber simpatizado con el proyecto de formar una Junta Gubernativa compuesta por americanos, encargada de gobernar en ausencia del rey, quien había sido sustituido por José Bonaparte en el trono de España. Con este encargo y con cincuenta años de vida, Venegas llegó a Ciudad de México el 14 de septiembre de 1810, dos días antes de que Miguel Hidalgo iniciara la insurrección que cimbraría los cimientos de la estructura colonial.

Aunque tenía el grado de coronel, al parecer no había adquirido mayor experiencia militar, pues sus campañas en España fueron más bien desastrosas; en cuanto a lo político-administrativo, tenía ciertos conocimientos, ya que había sido gobernador de Cádiz. Esto es importante destacarlo porque ayuda a entender su actuación durante el trienio que estuvo al frente del convulsionado virreinato de la Nueva España.

De los tres virreyes mencionados, Venegas fue el que duró menos tiempo al frente del gobierno y quien tuvo mayores dificultades porque al asumir el cargo y enfrentarse a los rebeldes no conocía el territorio, salvo el trayecto de Veracruz a la capital virreinal; tampoco a las élites ni a los oficiales del ejército. Además, no tuvo plena confianza en los destacamentos militares que se habían formado en 1808 para impedir una posible invasión del ejército napoleónico porque algunos habían manifestado su simpatía con la insurrección. Y en la junta a la que convocó el 18 de septiembre pudo enterarse de otras noticias no muy alentadoras.

Por eso desde el principio encomendó la defensa del reino al militar más experimentado, Félix María Calleja, quien contó con el respaldo del intendente de Puebla, el conde de la Cadena, Manuel de Flon. Asimismo, el virrey otorgó a los demás comandantes realistas amplias facultades para detener el avance de la insurrección. Desde la fase inicial, estos oficiales emprendieron una guerra a muerte o de exterminio, como puede advertirse en los reportes que enviaron a Venegas.

Las graves circunstancias no permitieron que Venegas fuera reconocido y respetado como sus antecesores porque la guerra fue debilitando los principios de autoridad y de obediencia. Esto se hizo más notorio porque Calleja actuó prácticamente como si fuera el virrey, al desempeñar el papel protagónico, tomar las principales decisiones y porque al recorrer buena parte del territorio novohispano se hizo obedecer y temer. Su plan militar consistió en que en cada pueblo se formaran cuerpos de milicianos para defenderse de cualquier amenaza. En más de una ocasión, Venegas y Calleja tuvieron fuertes enfrentamientos por no compartir los mismos criterios.

A Venegas, de carácter “imperioso, desconfiado y áspero”, le correspondió presenciar el inicio del desmoronamiento del orden colonial. Uno de los momentos más angustiosos ocurrió a fines de octubre de 1810, cuando los insurgentes estuvieron a punto de apoderarse de la capital virreinal debido a que la ciudad no estaba del todo protegida, es decir, no disponía, como algunas ciudades españolas, de muros o puertas que restringieran el ingreso. Pese a esta carencia y a que solo contaba con tres mil soldados para resguardarla, Venegas rechazó el pliego que le envió Miguel Hidalgo a través de Mariano Jiménez para entregarle la plaza.

La guerra puso a prueba la capacidad de los virreyes. Cada uno se esforzó y aplicó las medidas cautelares que consideró pertinentes para frenar la rebelión, las que a su vez hicieron que los insurgentes rediseñaran sus propias estrategias para contrarrestar la represión. Como también su prestigio estuvo en juego, cada uno se preocupó y dedicó todo su tiempo y energía en afianzar la lealtad a la Corona española.

Muchas de las órdenes de Venegas no pudieron cumplirse porque una gran parte no llegó a tiempo a su destino debido a que los caminos fueron interceptados por los insurgentes, lo que dio lugar a que los oficiales realistas, que estuvieron incomunicados por largas temporadas, empezaran a actuar por su propia cuenta y a disponer a discreción de los fondos de la hacienda real.

Venegas publicó varios bandos y proclamas en las que condenó la insurrección, destacando que era contraria a Dios, al rey y a la patria. En la que publicó el 23 de septiembre de 1810 exhortó a los novohispanos a mantenerse unidos frente a la rebelión y prohibió la publicación de textos insurgentes; en el bando del 27 de este mismo mes, ofreció diez mil pesos por las cabezas de los líderes, y en el del 5 de octubre dispuso la creación de batallones de patriotas leales a Fernando VII. El 31 de diciembre, cuando Guadalajara estuvo ocupada por los rebeldes, dirigió un mensaje a los habitantes de esta ciudad en el que les ofreció el indulto y les recordó que con darles asilo a los insurrectos estaban conspirando contra la patria.

El virrey también se apoyó en el alto clero y en los escritores fieles al monarca, a quienes instó a publicar textos condenatorios de la insurrección. En agosto de 1811, resintiendo ya la falta de recursos para financiar la guerra, pidió un donativo a los propietarios del reino para auxiliar a las fuerzas realistas.

Después de la batalla de Puente de Calderón (enero de 1811), Venegas utilizó otro recurso para afianzar la fidelidad de los oficiales y soldados realistas en vista de que la deslealtad hacia la Corona española crecía a diario: el otorgamiento de premios y recompensas, pero estos incentivos, en lugar de estimularlos, acabó por despertar la codicia y la envidia entre ellos.

El reglamento que publicó el 17 de agosto de este año tuvo como propósito restringir el tránsito de hombres y mujeres porque había alcanzado niveles preocupantes desde el inicio de la insurrección; a partir de ese día, quienes necesitaban ir de un lugar a otro tuvieron que conseguir un salvoconducto. También restringió el uso del caballo y la portación de armas blancas.

A partir de 1812 aplicó medidas más rigurosas para castigar a los infidentes. Una de ellas fue el bando del 25 de junio, que aplicó la pena de muerte a los sacerdotes insurgentes. En este año hizo todo lo posible para retardar la aplicación de la Constitución de Cádiz porque reducía sus facultades y concedía la libertad de imprenta. Fue esta resistencia, las acusaciones de que procedía sin plan coherente y eficaz para combatir a los rebeldes, así como los constantes conflictos con Calleja, lo que ocasionó su destitución a finales de febrero de 1813.

 

 

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